LOS DOS HERMANOS
Érase una vez un padre que tenía dos hijos. El uno erA y fuerte, el otro pequeño y contrahecho; por ello despreciaba el grande
al pequeño. Esto no le gustaba nada al menor y decidió emigrar lejos e ir por
el mundo. Cuando hubo caminado un trecho, se cruzó con un carretero, y al
preguntarle dónde iba con su carro, le contestó el carretero que tenía que
llevar a los enanos sus tesoros a una montaña de cristal. El pequeño le
preguntó cuál era la recompensa. La contestación fue que en pago recibía
algunos diamantes. Entonces el pequeño tuvo ganas de ir también a donde estaban
los enanos. Por eso preguntó al carretero si creía que los enanos le
admitirían. El carretero dijo que no lo sabía, pero llevó al pequeño consigo.
Por fin llegaron al monte de cristal, y el guardián de los enanos recompensó
ricamente al carretero por su molestia y le despidió. Entonces se lo dijo todo.
El enano dijo que le siguiera. Los enanitos le admitieron de buena gana y llevó
desde entonces una vida espléndida.
Ahora veamos lo que pasó con el otro hermano. Éste, durante mucho tiempo, lo pasó muy bien en casa. Pero cuando se hizo mayor, tuvo que ser soldado e irse a la guerra. Fue herido en el brazo derecho y tuvo que pedir limosna. Así llegó el pobre también una vez a la montaña de cristal y vio allí a un hombre contrahecho, pero no sospechaba que fuera su hermano. Mas éste le reconoció en seguida y le preguntó qué era lo que deseaba.
Que entre mi cuento y el de mi nieto y colega existe un parecido o parentesco no es seguramente ningún error de apreciación del abuelo. Un psicólogo vulgar acaso interpretaría los dos ensayos infantiles de este modo: cada uno de los dos narradores habrá de ser identificado con el héroe de su cuento, y tanto el piadoso muchacho Pablo como el pequeño contrahecho se inventan un doble cumplimiento de su deseo, o sea, en primer lugar, recibir una cantidad masiva de regalos, sean juguetes y libros o toda una montaña de piedras preciosas y una vida regalada con los enanitos, o sea, con sus semejantes, lejos de los mayores, adultos, normales. Más allá de ello, empero, se atribuye cada uno de los narradores de cuentos poéticamente una gloria moral, una corona de virtudes, pues compasivamente da su tesoro al pobre (lo que en realidad no habrían hecho ni el «viejo» de diez años ni el mozuelo de diez años). Será cierto así, no quiero hacer objeciones. Pero también me parece que el cumplimiento del deseo se realiza en la región de lo imaginario y del juego, por lo menos de mí mismo puedo decir que a la edad de diez años no era ni capitalista ni comerciante de joyas, y que con seguridad aún no había visto nunca a sabiendas un diamante. En cambio, ya conocía algunos cuentos de Grimm, y tal vez también a Aladino y su lámpara maravillosa, y la montaña de piedras preciosas era para el niño menos la representación de riquezas que un sueño de inaudita belleza y poder mágico. Y singular me pareció también que en mi cuento no aparezca ningún «buen Dios», a pesar de que en mí hubiera sido probablemente más natural y más real la alusión que en mi nieto, que sólo «en el colegio» había llegado a tener curiosidad por Él.
Lástima que la vida sea tan corta y esté tan sobrecargada de obligaciones y tareas de actualidad, aparentemente importantes e indispensables; a veces por la mañana, no se atreve uno a levantarse de la cama porque sabe que la gran mesa de despacho está todavía colmada de asuntos sin despachar y que durante el día, el correo los duplicará encima.
Si no, aún se podría hacer algún que otro juego divertido de meditación con los dos manuscritos infantiles. A mí, por ejemplo, nada me parecería más Interesante que una investigación comparativa del estilo y de la sintaxis en los dos ensayos. Pero para juegos tan atractivos no es nuestra vida lo bastante larga. Al fin y al cabo no estaría tampoco indicado perturbar tal vez el desarrollo del sesenta y tres años menor de los dos autores por medio del análisis y la crítica. Pues es, el menor según las circunstancias, puede llegar todavía a se alguien, pero no así el viejo.
Ahora veamos lo que pasó con el otro hermano. Éste, durante mucho tiempo, lo pasó muy bien en casa. Pero cuando se hizo mayor, tuvo que ser soldado e irse a la guerra. Fue herido en el brazo derecho y tuvo que pedir limosna. Así llegó el pobre también una vez a la montaña de cristal y vio allí a un hombre contrahecho, pero no sospechaba que fuera su hermano. Mas éste le reconoció en seguida y le preguntó qué era lo que deseaba.
Que entre mi cuento y el de mi nieto y colega existe un parecido o parentesco no es seguramente ningún error de apreciación del abuelo. Un psicólogo vulgar acaso interpretaría los dos ensayos infantiles de este modo: cada uno de los dos narradores habrá de ser identificado con el héroe de su cuento, y tanto el piadoso muchacho Pablo como el pequeño contrahecho se inventan un doble cumplimiento de su deseo, o sea, en primer lugar, recibir una cantidad masiva de regalos, sean juguetes y libros o toda una montaña de piedras preciosas y una vida regalada con los enanitos, o sea, con sus semejantes, lejos de los mayores, adultos, normales. Más allá de ello, empero, se atribuye cada uno de los narradores de cuentos poéticamente una gloria moral, una corona de virtudes, pues compasivamente da su tesoro al pobre (lo que en realidad no habrían hecho ni el «viejo» de diez años ni el mozuelo de diez años). Será cierto así, no quiero hacer objeciones. Pero también me parece que el cumplimiento del deseo se realiza en la región de lo imaginario y del juego, por lo menos de mí mismo puedo decir que a la edad de diez años no era ni capitalista ni comerciante de joyas, y que con seguridad aún no había visto nunca a sabiendas un diamante. En cambio, ya conocía algunos cuentos de Grimm, y tal vez también a Aladino y su lámpara maravillosa, y la montaña de piedras preciosas era para el niño menos la representación de riquezas que un sueño de inaudita belleza y poder mágico. Y singular me pareció también que en mi cuento no aparezca ningún «buen Dios», a pesar de que en mí hubiera sido probablemente más natural y más real la alusión que en mi nieto, que sólo «en el colegio» había llegado a tener curiosidad por Él.
Lástima que la vida sea tan corta y esté tan sobrecargada de obligaciones y tareas de actualidad, aparentemente importantes e indispensables; a veces por la mañana, no se atreve uno a levantarse de la cama porque sabe que la gran mesa de despacho está todavía colmada de asuntos sin despachar y que durante el día, el correo los duplicará encima.
Si no, aún se podría hacer algún que otro juego divertido de meditación con los dos manuscritos infantiles. A mí, por ejemplo, nada me parecería más Interesante que una investigación comparativa del estilo y de la sintaxis en los dos ensayos. Pero para juegos tan atractivos no es nuestra vida lo bastante larga. Al fin y al cabo no estaría tampoco indicado perturbar tal vez el desarrollo del sesenta y tres años menor de los dos autores por medio del análisis y la crítica. Pues es, el menor según las circunstancias, puede llegar todavía a se alguien, pero no así el viejo.
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